Martes 3 de Marzo 2015, 21:30

Intercambio (IV)

       A pesar que ya la primavera había llegado, comenzó una llovizna suave la que al cabo de un rato me empapó. Toda esa tarde me dediqué a buscar comida. Encontré media salchicha al lado de un lustrín, luego un par de papas fritas a la salida de un local de comida rápida y un más tarde, en el estero, un hueso seco.
      A la mañana siguiente llegué un cuarto para las diez de la mañana con la intuición de que algo bueno me sucedería. Esta vez me tendí muy cerca de la pequeña escalera de cemento que da al cajero automático. El sol apareció como a las once y media. Supongo que era día viernes porque noté mucha concurrencia.
    Entre el ir y venir de los clientes, me sorprendió la señora que, en los más fríos días de invierno me trae un paquete lleno de unas galletas con olor y sabor a carne. Me alegró la mañana pero sentí que eso no era el gran acontecimiento que suponía habría de ocurrir. Lo bueno, de verdad, llegó cerca de la una y media de la tarde; a esa hora me tendí en el último rellano de la escalera y me dediqué a observar con detenimiento lo que hacían las personas que entraban; se instalaban frente a la maquina y después de hacer cosas rarísimas con las manos, sacaban unos papeles como de diario que salían por una pequeña abertura de la parte inferior.             
          Nunca me había detenido a observar con atención lo que pasaba allí adentro. Y he aquí que me vine a dar cuenta qué es exactamente lo que nos distancia tanto de los hombres: las manos. El día anterior me había sorprendido el que no pudiera reproducir qué era lo que el hombre angustiado me había dicho. Sabia que algo me había transmitido pero no podía recordar qué era, por eso es que al principio conjeturé que la gran diferencia estaba en la memoria. Pero de tanto mirar las manos de los clientes que interactuaban con las maquinas me dí cuenta de que ellas eran lo que les permitía tener independencia. Después me mire las patas y comprobé que no tenia manos, tenia patas, patas y uñas, es decir, una extremidad que no me permitía agarrar nada, que no podía trasladar ningún objeto desde un lugar a otro si no fuera utilizando mi hocico. Intuí inmediatamente que algo grande había descubierto: que de habernos diseñado con manos, no habrían habido tantas diferencias.

(Continuará)



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