"Robo en la Joyería" (I)


            Cuando se aseguró que ya el último cliente había salido del local comercial, respiró profundo, se pasó la mano por el pelo engominado, llevó la mano al bolsillo del pantalón y verificó por tercera vez la presencia del frío revólver.
       Avanzó lentamente por la galería, mirando su reflejo en cada vitrina. En la entrada del local designado, dudó por un breve instante, pero ya era tarde para arrepentirse pues, en un acto del que no fue plenamente consciente, había sacado el revólver que ocultaba en el  bolsillo derecho del pantalón y, empuñado en su mano, lo precedía como un oscuro salvoconducto.
       Se dirigió directamente a la cajera que en ese momento limpiaba con esmero sus gafas, poniéndolas a contraluz para cerciorarse que ya no tenían manchas.
      - ¡Manos arriba!
     Miguel se sintió ridículo al pronunciar la frase. Su propia voz le pareció ajena, distante y extraña, como en el mal doblaje de una película policial.
     La cajera lo miró sorprendida y sin alterarse montó sus gafas en su pequeña nariz.
      - ¡Esto es un asalto!, agregó.
  Miguel, intentó modular mejor, pero nuevamente percibió su propia voz como ajena y más cómica que intimidante.
       La cajera, que no había cambiado un ápice su talante, sólo alzó las cejas, frunció el ceño y dijo:
       - ¿Cómo es eso de manos arriba?
       Miguel se sintió confundido, no tanto por lo que acababa de escuchar, sino por el tono de voz con que la cajera lo había dicho; una voz segura, autoritaria y displicente. Por un instante sintió ganas de salir corriendo buscando refugio, pero el orgullo herido pudo más y se mantuvo.
       - ¡He dicho manos arriba y que esto es un asalto!
       Esta vez su voz le pareció mas profesional, mas dura y ácida, pero aun así el rostro de la mujer permaneció impasible.
       Ambos se quedaron en silencio. Miguel observó que en el dedo anular la mujer llevaba un anillo de oro, con una pequeña piedra roja con forma de corazón en el centro; vio la pulsera, probablemente también de oro, que portaba en su mano izquierda. Supuso que la mujer no tendría más de veintitrés o veinticinco años.
  - Entrégueme su anillo, dijo Miguel, concentrando toda la fuerza que pudo en su mirada.
       La cajera bajó la vista y sin inmutarse estiró su brazo como exhibiéndolo y dijo:
       - Le parece lindo? A mi también. Me lo regaló mi papá un mes antes de morir, cáncer ¿sabe? 
       Se fue una tarde muy azul, de esas en que el aire  de Valparaiso se perfuma de océano. Me dijo que lo llevara hasta el fin de mis días, que él estaría siempre en el centro de este corazón, ahí, ¿lo ve?, justo donde está engarzado el rubí. Nadie puede dejar de mirarlo.
     Miguel se sintió desconcertado, tanto por su increíble osadía como porque la mujer hablaba como si lo estuviera haciendo con un amigo de muchos años, con naturalidad, ingenuamente.
      - No tengo tiempo para escuchar sus historias. ¡Entrégueme todo lo que tenga en la caja!
       - Mire, primero, esconda ese revólver porque alguien lo puede ver y llamarán a la policía y, aunque llamen a la mejor defensora de la DPP, se pasará encerrado mucho más tiempo del que se imagina. Yo voy a cerrar la puerta, y luego podrá continuar asaltándome con mayor impunidad, ¿le parece?
       La cajera se levantó lentamente pero sin mirarlo. Cuando Miguel la vio de cuerpo entero y le sorprendió su estatura; era una mujer alta; llevaba puesta una falda negra, ajustada. Sin voltearse, Miguel escuchó el sonido de una llave girando la cerradura y luego el bajar tartamudo de la persiana de entrada.        
    - ¡Esconda ese revolver le dije! No puedo apagar las luces de las vitrinas a esta hora y desde allí lo pueden ver. Sacar un revolver en una joyería no es broma.
       Miguel sintió que las fuerza de los músculos de la mano que sostenía el arma se debilitaban. Lentamente fue bajando el revólver y por un momento lo mantuvo a la altura de la pierna hasta que decidió dejarlo encima del mesón.
       - Así está mucho mejor. Ahora cuénteme: ¿qué lo ha llevado a intentar semejante estupidez?, dijo la cajera mientras se dedicaba a contar las boletas emitidas durante el día.
       Sin levantar la vista de la rápida operación que realizaban sus ágiles manos, se levantó, recogió unos pequeños cartones forrados con felpa negra que exhibían los collares que habían quedado sobre el mostrador y dijo:
       -Vamos, dígame, no sea tímido. Todos hemos hecho locuras alguna vez…¿es acaso por amor, por ganas de que lo metan preso? ¡Ya sé! usted es poeta y odia trabajar, piensa que tres años y un día es lo que necesita para componer el gran poema de América... jaja.
       Miguel se sintió desnudo, desprovisto incluso de palabras. Durante el tiempo que la cajera había contado las boletas, no había dejado de mirarla. Su rostro, un tanto ovalado y con un lejano aire oriental poseía una belleza extraña y magnética; llevaba puesta una ajustada blusa blanca adornada con diminutos anclas   verdes. La falda era negra y le cubría hasta más abajo de la rodilla.
       - ¿No siente miedo? dijo Miguel.
     - ¿Miedo a qué, a la muerte, a la vida? ¿A la pobreza? Quiere que le diga una cosa, pero prométame que no se reirá: ... a lo único que le tengo miedo es a los inspectores de impuestos internos, que de vez en cuando se dejan caer por la joyería.
       Miguel no pudo disimular una sutil sonrisa.
  - Le dije que no se riera dijo la cajera, sonriendo a su vez.

  - Pero cuénteme. Tenga confianza, ya pasó lo peor.  Lo intentó y no  resultó. Ahora déjeme conocerlo  conocerlo. ¿Que absurda razón lo llevo a intentar asaltarme?

(Continuará)

Martes 10 de Febrero 2015, 21:15

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