Creo que fue un verano a fines de los años sesenta que visité
por primera vez Viña del Mar. Venia de
Punta Arenas, ciudad que en la misma época, si se veían ocho personas paradas
en las esquinas de Colon con Bories, parecía sumamente animada.
Aun
recuerdo vivamente que el primer paseo en esta mágica ciudad lo di, como a las nueve de la noche de un cálido
enero, por la calle Valparaíso. No podía creer que en las calles anduviera
tanta gente y vestidas con tanta
variedad de colores, a esa hora, en las que, en las calles de mi tierra, solo
había viento.
Algunos
años después me vine definitivamente para no irme nunca más. Tengo nítido en mi
memoria lo que era Viña en verano y, sobre todo en invierno; les aseguro que
era otra ciudad, mucho mas triste, es decir, con los ingredientes necesarios
para vivir mucho mas feliz.
Cuando
camino por sus calles y veo casas, esculturas, negocios que ya no están (ni
estarán nunca más), trago la nostalgia.
Tal vez sea la Avenida Libertad el camino que mas he
transitado en mi vida; para ir al Patmos, al cine Arte, al Rialto, y
claro, al Samoiedo. Ya no está el
Samoiedo.
Hay
infinitas cosas que pueblan nuestros recuerdos de la infancia; en mi caso, los colores
del atardecer mirando al Estrecho de Magallanes mientras el sol se escondía en los cerros; el viento como navajas frías; el poético y lento caer de la nieve; también recuerdo un edificio melancólico, enigmático, anacrónico y, por lo
mismo de intensa presencia: el edificio del Gimnasio. Debe haber sido a mediados
de los sesenta cuando acompañaba a mi primo HF a sus “entrenamientos” de boxeo,
entrenamientos que consistían en mirar como
entrenaban los boxeadores. Eran los tiempos de Casius Clay, un ídolo, tanto por
ser campeón mundial como por no haber querido ir a la guerra y pasar por ello
un tiempo en la cárcel.
Ah!!! La exquisita nostalgia, la enviciadora “saudade”.
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