Aunque
Campos no usaba espuelas; bastaba un leve movimiento de sus talones para que su caballo, Obispo, comenzara el
trote; una mínima presión más y mutaba
suave al galope.
El
flaco Campos no sólo era callado, también muy despierto, tanto que antes de
enflaquecer, aun en el colegio, era
apodado Bruto Campos.
Aquel día, a las diecisiete horas, terminado el cerco
del ultimo brete, se le dio por recordar; los Salesianos; el cura Tolic, que
siempre lo sacaba al pizarrón para gozar de su talento matemático - “podrías llegar a ser Domingo Sabio” – solía
decirle; su primer quilombo; la sumergida en el estrecho para ganar una apuesta
de mil escudos; su primer trabajo como vellonero.
Según
Oyarzo y Barría, el flaco estaba enviciado con el juego. No había día que no
invitara. Sacaba los naipes ajados con una rapidez de malabarista y, como callado
que era, solo los mostraba y levantaba las cejas. Pero tenia razón en jugar
tanto. En el ultimo año eran pocas las veces que alguien le ganaba, y el que
hacia pareja iba a la segura.
Ese
día Campos estaba seguro que si ganaba confirmaría lo que desde niño había
sospechado: “se puede predecir un resultado del azar; no hay azar, sólo hay que
saber leer lo que ocurre un instante antes de que la suerte decida” – le había
dicho al austriaco jackeruse cuando vaticinó que, aunque Jara iba adelante
quedando solo cien metros para la meta, ganaría Vitelli.
Si
ganaba la partida del truco de esa noche, pediría permiso para ir a Natales; jugaría a los dados, y si todo resultaba, ganaría lo suficiente para llevar a
su hijo a esa clínica del norte en la que, le aseguraban, hacían maravillas.
Pero
extrañamente esa noche perdió y la culpa no fue de Mardones; Oyarzo y Barría se
entendieron a las mil maravillas y ganaron las tres patas.
Miércoles 28 de Enero 2015; 22:20
Miércoles 28 de Enero 2015; 22:20
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