Intercambio (II)
Hace un
par de días llegó dos minutos atrasado, discutió con el portero quien
finalmente lo dejó entrar. A las dos y media salió y quedó mirándome con una
expresión muy extraña. Se sentó en uno de peldaños de cemento muy cerca mio,
con su inseparable maletín entre sus rodillas.
Me mantuve atento a sus movimientos (la última vez que alguien se me aproximó
tanto, terminó colocando cara de asco, arrugando la nariz, pateándome en las
costillas y diciéndome: “ándate perro pulgoso”
Después de
un par de minutos, en los que no dejó de mirarme, me dijo: “Cómo me gustaría
ser tú. Te la pasas el día entero descansando, pareces no tener angustias y
cada vez que te veo estás rascándote con placer o durmiendo”
Lo extraño de esto es que sentí que
le hablaba a alguien que no era yo. Bueno, no exactamente. Permítanme
explicarlo: sus palabras estaban dirigidas a una parte de mi que es extraña
para mi mismo, cómo si dentro mío habitara otro animal. Una sensación parecida
la tuve hace unos años atrás cuando, enamorado de una perra de un barrio muy
elegante, me vi envuelto en una discusión que pasó del mero ladrido a unos
sonidos guturales, con exhibición de colmillos y todo. El asunto es que cuando la perra me ladraba,
decía cosas que parecían estar destinadas a otro pretendiente. En medio de la
trifulca ladré algunas frases sueltas pero todo siguió igual: era como si yo no fuera quien soy. La misma sensación la tuve cuando el gordito me hablo con su
chillona voz humana.
(Continuará)
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