Mi padre fue actor de teatro durante mas de veinte años.
Después, radicado en Punta Arenas, se dedicó al comercio, coleccionar
estampillas y a escuchar zarzuelas. Pero nunca perdió su alma de artista. Cada
vez que llegaba una compañía mi padre invitaba a los actores a comer a casa; si
llegaba un hipnotizador, al día siguiente lo teníamos sentado a la mesa.
Recuerdo entretenidísimas sobremesas con Moya Grau, los hermanos Devauchell, Taurus, entre otros.
Quizá por el hecho de ser artista educó a todos sus hijos
sin prejuicios. Nunca escuché de sus labios la palabra “roto”. Trataba a todo
el mundo con un cariño que derrochaba naturalmente de su alma española. Las
personas, alguna vez escuche decir, valen por lo que son, no por lo que tienen.
Ahora que lo pienso creo que sentía un aprecio especial por
esos seres excluidos o marginales. En el Punta Arenas de los años sesenta
existía un personaje digno de una
novela: era un arquitecto árabe o hindú (nadie supo nunca su verdadera
procedencia), de un metro ochenta, piel aceitunada, voz profunda y un hablar
casi indescifrable. Vivía solitario en el cascarón de un oxidado barco
abandonado en las costas del Estrecho de Magallanes. Solía pasearse por la
ciudad gesticulando y hablando solo. Portaba un maletín café oscuro del que
sobresalían unas reglas enormes, planos amarillentos y esas huinchas circulares propias de los
arquitectos. Su paso dejaba una estela de un olor muy especial. Probablemente
era esquizofrénico. Más de alguna vez me sorprendió la cara de espanto de mi
madre al llegar a la casa: no cabía duda; mi papá lo había invitado a almorzar.
Hoy, al pasar los años lo recuerdo y recuerdo también que mi viejo era su único
amigo en aquella helada ciudad.
Miércoles 17 de Junio 2015, 23:00
Miércoles 17 de Junio 2015, 23:00
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