Coco Berger nació en Buenos Aires
el 22 de junio de 1967. Su infancia no fue como la de cualquier niño. No jugaba
y solo aprendió a decir algunas palabras necesarias: comida, baño, sueño, radio. A los ocho años comenzó a
dibujar en un pequeño cuaderno de tapas verdes. La primera señal que tuvieron
sus padres estuvo relacionada precisamente con el cuaderno en donde siempre
dibujaba vehículos de transporte: aviones, helicópteros, buques, trenes, etc.
Cuando acabaron las hojas del cuaderno y su madre le trajo uno nuevo, lo tiró
lejos. “Verde”, dijo. Su padre pensó que no era bueno complacerlo pues podía
convertirse en un pequeño tirano si comenzaban a acceder a todo cuanto requería.
Pasaron tres semanas. Coco se volvió más huraño, silencioso y ensimismado.
Finalmente accedieron y le entregaron una cuaderno de tapas verdes, igual al
antiguo.
A los dieciocho años entró a la
Academia de Bellas Artes. Muy pronto comenzó a destacarse como uno de los
alumnos mas brillantes de su generación. Sin embargo no podía establecer
relaciones con sus compañeros, no tenia amigos, no hablaba con sus profesores
sino con monosílabos.
En tercer año conoció a Fernanda
que estudiaba escultura y era tan reservada como él. El romance surgió sólo con
miradas, pequeñas e imperceptibles sonrisas y señales en códigos que sólo ellos
entendían.
Después de algunos meses Fernanda
le propuso ir a una confitería en la calle Corrientes. Llegaron a las tres y
media de la tarde y solo abandonaron el local cuando el dueño comenzó a toser y
mirar el reloj insistentemente.
Caminaron varias veces recorriendo la
calle Lavalle y contándose intimidades increíbles que compartían: para ambos
era la primera vez que dialogaban. Se reían cuando alguno decía una palabra
poco usual, pues el otro advertía: “¿es la primera vez que la usas?” Siiii, y
estallaban en carcajadas.
Se confesaron que no entendían las
bromas que sus compañeros hacían; el mundo les parecía demasiado ruidoso e
inmenso, ambos temían mirar a los ojos,
les daba vértigo cuando alguien se les acercaba demasiado.
Cuando
en el amanecer decidieron tomar un Remis les basto entrar al automóvil y
percibir el fuerte olor a colonia que había en su interior para, sin decir
nada, bajarse al instante. El intenso aroma dulzón los descompuso
simultáneamente. En ese preciso momento se comprendieron, se abrazaron y hasta el
día de hoy viven juntos y felices sin hablar mucho. El mundo aun les parece
demasiado grande, pero han construido uno propio en solo ochenta y dos metros
cuadrados, llenos de plantas, esculturas y pinturas tan silenciosas como ellos.
Domingo 2 de Agosto de 2015, 22:00
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