Santiago nació rico. Su padre había amasado una cuantiosa fortuna en el negocio de las sardinas portuguesas. Fue educado en los mejores colegios; tuvo por amigos aristócratas descontentos y amigas atléticas y vivaces. A pesar de vivir una vida soñada, por lo menos desde afuera, Santiago fue un hombre angustiado. No soportaba la idea de que todo fuese provisional, que nada fuera para siempre, que todo pudiese acabar en cualquier instante. Desde niño sus padres le habían inculcado lo que, ellos creían, eran buenos hábitos; por ejemplo, hacer su cama cada mañana. Santiago no obedecía, se quedaba mirando las sabanas desordenadas y pensaba que era inútil, que igual la cama se desarmaría en la noche; no comía, decía que tarde o temprano los alimentos, en otra forma, lo abandonarían, no reía pues sostenía que la risa terminaría tarde o temprano. Ya casi al final, cerca de los treinta, se resistía incluso a subir a un automóvil pues decía que en algún momento tendría que bajarse. Nunca fue capaz de llevar una vida normal. Doce psiquiatras lo trataron y ninguno pudo dar con la terapia o la química que lo estabilizara.
Quizá fue por esa forma tan extraña de enfermedad mental, que nadie se sorprendió cuando, al pasar cinco años de su muerte, apareció en un reportaje de televisión: estaba viviendo en la India convertido en un santón.
Martes 28 de Julio de 2015, 21:00
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