Intercambio (I)
Estoy
cansado de llevarme puesto.
Osvaldo Soriano
Osvaldo Soriano
Cada mañana voy a dormir a las afueras del Banco Sudamericano. Me encanta sentir cómo, poco a poco, el sol, a medida que transcurre la mañana, me va calentando el lomo; cuando el lado izquierdo ha alcanzado la temperatura justa, me levanto, estiro mis patas delanteras todo lo que puedo, luego hago lo mismo con las traseras, abro mi hocico hasta su máxima expresión, saco mi lengua, echo mis orejas hacia atrás, doy una mirada a mi alrededor y me vuelvo a tender, ahora del lado derecho para que los rayos del sol continúen su trabajo.
Antes
solía dormir en las afueras de la Carnicería de Don Pancho, pero desde que
murió y sus hijos se hicieron cargo, comenzaron a espantarme, incluso con escoba.
Los descendientes no siguieron con la bondadosa costumbre de tirarme, de vez en
cuando, algún hueso para entretenerme, por eso emigré y por consejo de un
quiltro viejo me instalé en las afueras del Sudamericano.
Paso ahí
casi todas las mañanas. A veces me despierta la voz angustiosa de algún
parroquiano que habla por celular a la salida del cajero automático.
En los
últimos años (llevo cuatro retozando frente a sus enormes puertas de vidrio) he
notado que, contra mayor angustia percibo en la voz de algún ser humano, se
hace más probable que la palabra “pesos” aparezca con frecuencia.
De todos
los clientes que percibo, hay uno que desde el primer día me llamó la atención:
es un hombre de unos cuarenta años, un tanto regordete que suele llegar agitado
y casi siempre al borde de las dos de la tarde. Al principio me sorprendió el
calorcillo húmedo y agridulce que emanaba de sus zapatos, más tarde el que me dijera “hola negro” y
después el que en un melancólico día de invierno se pusiera a llorar silenciosamente
frente al cajero automático.
(Continuará)