A Fito siempre le gustó el cine. A los dieciocho años tuvo
que ceder a la presión de su padre y escoger cualquier carrera “más realista”
que estudiar cine. Las amenazas de hambre vencieron fácilmente su resistencia.
Escogió publicidad, con la esperanza que ello le daría la posibilidad de filmar comerciales. A los treinta y dos
años no había filmado nada y su trabajo se reducía a intentar retener los escasos clientes que su agónica empresa
mantenía.
Una tarde en que debía visitar a un empresario con fama de
malas pulgas se encontró con que el cliente era una clienta y, a pesar que tenia
el cargo de gerente general, vestía como una hippie de los años
sesenta.
Hablaron toda la tarde y, a los pocos días, comenzaron una relación. Daniela lo
convenció rápidamente que el Apocalipsis estaba por llegar y que había que
buscar refugio.
Durante varios meses y después de desechar varios lugares
recónditos, decidieron vender todo lo que tenían – él, solo un pequeño
departamento subsidiado – y comprar una parcela de cien hectáreas en una isla
desolada en el sur de Chile.
De lo único que no se desprendió Fito fue de sus tres
cámaras fotográficas.
Los primeros meses fueron lleno de sacrificios pero pronto
se fueron acostumbrando y levantaron una sólida casa, con un inmenso fogón central. Cada tres meses se
turnaban para ir al continente y comprar víveres; llevarlos era temerario: tres transbordos en aguas turbulentas.
A los cuatro años tuvieron su primer hijo y con él llego la
buena fortuna; Fito ganó un concurso internacional de fotografía y pronto lo
contactaron para diversas publicaciones
especializadas en ecología. Con el premio compró una pequeña cámara y
comenzó a filmar la vida cotidiana de su familia en aquellos desolados parajes.
Volvió a ganar, esta vez, en un festival de cortometrajes. El premio les
alcanzó para comprar un departamento en pleno centro de Santiago.
Sábado 26 de Septiembre de 2015, 22:00
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