Hablamos hasta muy avanzada la noche. Ya se habían cumplido
treinta años desde la primera vez que lo había escuchado en la cátedra de
Historia Antigua. A pesar del tiempo transcurrido, volví a experimentar, como
aquella mañana de marzo, la magia y el sonido limpio que emanaba de cada una de
las palabras que pronunciaba. Esas palabras, articuladas armoniosamente, iban formando
arquitecturas de argumentación de tanta belleza que, terminada la clase, la emoción
de haber presenciado algo excepcional, nos dejaba pasmados. Despues de algunos minutos, cuando algún compañero lograba sustraerse del embrujo, el comentario usual era simple pero contundente
“La cagó el viejo; es extraordinario”
Y es que era verdad. No era un hombre ni menos un profesor
común. Ponia tanta pasión en lo que enseñaba con inteligencia, que el contagio
era inmediato. Uno se enamoraba de la Historia, así con mayúscula, como decía él.
Era una delicia conversar con él. No era el típico sabio que se habla a si mismo, sino que escuchaba con tanta atención que uno se esforzaba por expresar de la mejor forma las ideas. Su prudencia, su buen juicio, su sentido del humor eran contagiosos.
Pero esa tarde el “signo zodiacal” como el llamaba a su
enfermedad, estaba causando estragos, no en su mente que mantenía lucida, pero
si en el cuerpo que se notaba cansado.
(Continuará)
Martes 6 de Octubre de 2015, 21:00
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