El matrimonio de don Carlos y Beatriz duró cuarenta y cinco
años. Los que los conocieron íntimamente
refieren que, a pesar de todas las vicisitudes que tuvieron, fue un matrimonio
feliz. Cuando a Beatriz le diagnosticaron la enfermedad, don Carlos le
confidenció a sus hijos, que sin ella, no sobreviviría. Sin embargo, siguió viviendo.
Se acostaba muy temprano y se quedaba dormido al instante,
pero despertaba sobresaltado a medianoche y, mirando el espacio vacío de la cama, decía en
voz alta: “Beatriz, amor, dónde estas?” Bajaba al baño del primer piso (Beatriz
era tan pudorosa) para ver si acaso la linea de luz debajo de la puerta evidenciaba su presencia. Después, volvía a
subir, desilusionado. Prendía la luz de ambos veladores y buscaba debajo de la
cama las pantuflas de ella. Se sentaba en el borde y pensaba que tal vez había
viajado a la casa de algún hijo o donde su hermana; se inquietaba al no poder recordarlo Después de unos momentos iba a baño, encendía
la luz y se miraba al espejo.
“Está muerta, convéncete” se decía.
Regresaba a la cama y dormía por alguna horas hasta que el
trinar de los pájaros lo despertaban nuevamente. Sin mirar el espacio vacío a
su lado, bajaba a la cocina y preparaba el desayuno para dos. Subía con la
bandeja y dejaba el jugo de naranja en el velador de la izquierda. Prendía la
televisión y comenzaba a untar con mantequilla las cinco tostadas: tres para
él. A las ocho, cuando terminaban los noticieros de la mañana, volvía a tener
conciencia que Beatriz ya no estaba.
Después de una breve ducha, salía a comprar el pan. De
vuelta, pasaba por esa pequeña plaza donde Beatriz había encontrado el cachorro
quiltro que habían adoptado y los había acompañado por seis años.
Don Carlos se sentaba en una banca debajo de un frondoso
castaño de la india y pensaba en Beatriz. Imaginaba que lo estaba esperando
para preguntarle si con la cazuela igual iba a querer ensaladas.
Volvía a su casa y la buscaba en todas las piezas, sabiendo
que ya no estaba en este mundo. No lo podía evitar.
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