Pocas
veces en la vida se tiene la oportunidad de conocer hombres notables. Hoy, muy
temprano en la mañana, dejó de existir uno de ellos. Don Alejandro era un ser
excepcional en casi todos los sentidos. Bondadoso, inteligente, entregado a los
demás y con un extraordinario sentido del humor. Durante su larga carrera como médico
hematólogo fue reconocido en todas las partes en que trabajó y en todos esos
lugares dejo recuerdos imborrables, llenos de reconocimiento y admiración.
Tuvo,
además, una mujer maravillosa a su lado quien lo acompañó durante más de
cincuenta años: María Angélica de Kartzow, con quien formó una preciosa familia
educada en sus valores. A ambos los
traté por muchos años y si el agradecimiento es la memoria del corazón, mi
gratitud hacia ellos es infinita. Desde el principio me acogieron con amor y
cariño incondicional.
Yo
gozaba conversando con él y siempre coincidíamos en casi todo, por lo que nunca
tuvimos una diferencia; nuestras conversaciones consistían en mostrarnos las
razones del porqué pensábamos como pensábamos. Veíamos una noticia y ambos
sabíamos lo que diríamos, lo mismo viendo un partido de futbol o saboreando un
kuchen de manzana.
Cada
uno de sus cumpleaños era una fiesta familiar con diversiones originales;
creaba rifas en donde ganaba aquel que, por ejemplo, recordaba el nombre del
mayor numero de cerros de Valparaíso o que adivinaba quien era el presidente de
un país remoto. Tenia una risa, gestos y
hacia ciertos movimientos con sus grandes manos, que le daban una gracia y
simpatía especial que cautivaba.
Muchas
veces María Angélica dijo que éramos dos gotas de agua, que le impresionaba lo
parecidos que éramos. Cierta vez, riéndose, me dijo que quería interrogar a mi
madre pues tenia la sospecha que tal vez había tenido algo con él, pues era la
única explicación de nuestras semejanzas. Yo sentía un pudor, pues parecerme a
un hombre tan excepcional era el mayor cumplido. Pero claro, sólo me parecía en
la superficie; por ejemplo, nuestros escritorios tenían de similar, un desorden
que hubiese hecho gozar al mas radical de los anarquistas. Probablemente
también, debido a cierta ingenuidad, una
tarde nos tildó de campeones en “meter la pata”. Pero en fin, como digo, solo
en la superficie, pues sus cualidades:
inteligencia, bondad, entrega amorosa por los demás, fueron infinitamente
grandes. El fue un modelo para mí, y creo que para todos los que lo conocieron.
Al terminar estás líneas siento alegría pues sé que está en el cielo junto al
amor de su vida y… mirándonos con sus ojos bondadosos. Adiós querido don
Alejandro.
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