Una semana después de ese incidente, un compañero, acicateado por la curiosidad, esperó
hasta tarde que Manolo se fuera del laboratorio. A las ocho treinta se apagó la
luz y el compañero, de apellido Contardo, entró al laboratorio. Pulsó el
interruptor; un sonido monocorde y apagado indicó que el instrumento estaba
listo. Acercó su ojo derecho hacia el tubo plateado: al fondo de lo que parecía
un desierto amarillo bailaba una diminuta mujer. Contardo no daba crédito a lo
que veía. Reguló el diafragma y cuadró la platina. Volvió a mirar: esta vez la
minúscula mujer hacia señas como una naufraga en una isla desierta que ve pasar
un avión. Retrocedió un metro y volvió a acercarse lentamente. Miró por el
ocular y nuevamente observó a la mujer, ahora sentada sobre una pequeña roca.
Se secó
el sudor que abruptamente había humedecido su frente. Con sus dedos temblorosos
retiró las pinzas que fijaban el
rectángulo de vidrio y lo puso sobre la mesa. Lo miró detenidamente y solo
percibió un especie de caliza amarilla.
Volvió a poner el vidrio sobre la platina y miró. La diminuta mujer
hacia un gesto obsceno con su dedo medio.
“¿Me
escucha?” dijo en voz baja.
La
mujer comenzó a caminar hacia la izquierda hasta que quedó fuera de foco.
Contardo movió la platina para alcanzarla pero fue inútil. Hizo varios intentos
sin resultado. Miró su reloj y comprobó que ya eran las diez y media. Apagó el
microscopio y salió del laboratorio.
(Continuará)
Martes 24 de Noviembre de 2015, 21:00
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