Estiró
el brazo para alcanzar el cenicero y apagar el cigarro. Recién había despertado,
pero ese pequeño esfuerzo bastaba para ponerlo de mal genio.
Aprovechó
de tomar el vaso de ron y Coca-Cola que
la noche anterior había dejado sobre el velador; el gusto dulzón y tibio le
provocó otro gesto de desagrado.
Acomodó
la delgada almohada y prendió otro cigarro. Se quedó mirando la pantalla roja que cubría
una ampolleta de poco voltaje. En el mismo momento que su estómago reclamó el
desayuno, recordó la frase de su tía Sonia “Que vas hacer de tu vida, Arturito,
por Dios”
Arturo
tenia veintisiete años y escasa trayectoria laboral. Hacia dos semanas que lo
habían despedido del condominio en donde,
milagrosamente, logró mantenerse durante seis meses; todo un récord.
Volvió
a sentir desagrado cuando observó que su apreciado pantalón blanco, colgado sobre la una silla metálica a los pies de la cama, tenia una mancha
negra en el costado.
Se
levantó. Salió de su pieza y avanzó hasta el final del pasillo para entrar al
baño: como de costumbre, había alguien; catorce personas repartidas en ocho
piezas hacía frecuente que el baño común estuviese ocupado.
“Doña Yolanda” era una pensión que arrendaba cuartos y que permitía ocupar la
cocina, provista de sólo un horno microondas y una escuálida loza. Era una casona antigua, ya desvencijada por el tiempo y el descuido.
Con el finiquito, Arturo
había pagado el mes por adelantado. Quedaban solo cinco días para
completar el plazo y ya el hijo de doña Yolanda, un moreno del que se decía era
“muy peligroso” levantaba las cejas cada vez que lo veía.
Después
de esperar un par de minutos, el baño fue desocupado. Se mojó la cara, lavó los
dientes y batió enérgicamente la lata de desodorante aprovechando el poco
contenido que quedaba.
Volvió
a su cuarto, estiró la cama y se vistió lentamente.
(Continuará)
Jueves 26 de Noviembre de 2015, 21:30
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