La
primera vez que Manuel Opitz se asombró por el mundo de lo pequeño, fue el día
que cumplió ocho años. Después de mucho buscar un regalo adecuado para la edad,
su padre decidió comprarle una gran lupa.
A las pocas horas de abierto el
regalo, costó que, Manolito - como le decían familiarmente – abandonara el
jardín. Con su gran lupa – casi la mitad de su cabeza - miraba
incansablemente todo lo pequeño con que se topaba.
En la navidad siguiente le compraron
su primer microscopio y, a las pocas horas, ya lo manejaba a la perfección.
Durante los meses posteriores no hubo un día que no pasara las tardes poniendo
sobre el rectángulo de vidrio todo tipo de pequeños insectos: hormigas, moscas,
pequeñas arañas, gusanos. En ocasiones, sus padres quedaban impresionados con
el nivel de concentración con que Manolito miraba y anotaba sus observaciones
en una pequeña libreta.
Los microscopios, como regalos de
navidad o cumpleaños, se fueron repitiendo en forma intermitente. El gran
microscopio – que a su padre le costó una
considerable suma – se lo entregaron en la navidad del año mil
novecientos setenta y tres: lo compraron según las indicaciones que el propio Manolo
había dado: lente cristal Leica, con zoom de 80x hasta 1400x, lente de 20x y 30x
y armazón de carbono.
Desde ese día su vida fue casi
enteramente dedicada a investigar lo diminuto. Al cumplir los dieciocho años decidió estudiar
entomología. Los primeros años se destacó como un alumno aventajado pero, al
mismo tiempo, sus compañeros notaban que algo extraño le sucedía. Muchas veces sus amigos
cercanos le hacían bromas, pues lo sorprendían hablando solo mientras fijaba su
ojo izquierdo sobre el mirador. ¡La ameba no habla, Manolo!
(Continuará)
lunes
23 de Noviembre de 2015, 21:00
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