Gilberto
fue criado en el odio. Su abuelo, con quien se crió, solía decirle que odiaba profesionalmente, en
especial a los barbones (Jesucristo incluido); odiaba a los comunistas y a los
fascistas por igual; odiaba a los ricos y (aquí es necesario hacer una sutil
diferencia) “despreciaba” a los pobres. En ese ambiente de odio irracional
(aunque nunca supo muy bien qué significaba exactamente odiar) se alimentó
emocionalmente. Durante su adolescencia comenzó a odiar a los cantantes que
desafinaban; a los que se sacaban mala nota en el colegio y en especial a los
demorones. Cuando comenzó a trabajar (odiando a su jefe) ahorró suficiente
dinero para comprarse una camioneta de segunda mano. Los tacos de Santiago
comenzaron a darle motivos: comenzó a odiar a quienes se demoraban mucho una
vez que la luz cambiaba a verde.
Fue una tarde en la que, ordenando el
entretecho, encontró una vieja escopeta que había pertenecido al abuelo.
Aprendió a usarla y al poco tiempo se le ocurrió una maravillosa y oscura idea,
digna de un odiador profesional. Recortó el cañón y durante años cargó el arma
con perdigones saliendo de noche, en su camioneta negra, a dispararle a “cuanto huevón transite por la
pista izquierda o se demore en el semáforo una vez que ha mudado a verde”.
Se cuidó, eso si, de disparar sólo a
los automóviles, porque no se consideraba un asesino, a los que, por supuesto, también
odiaba.
Hace
un año que lo detuvieron; lo sometieron a proceso y lo condenaron a diez años.
Como
una manera de reformarlo lo ingresaron al módulo de los evangélicos.
Lunes 16 de Noviembre de 2015, 22:00
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