Las semanas siguientes Zacarías trabajó sin descanso. Cuando
se acercaba la fecha para ir a la casa de su amigo, tuvo que pedirle a doña
Zoila, una empleada de la casa de su padre, que le trajera una maleta con la
ropa que había dejado en casa. Escogió un terno café y camisa blanca. El sábado
a las diez de la mañana salió de su choza en busca de la casa de su amigo.
Antes de llegar, se miró en los ventanales de una farmacia
sintiendo cierto desconcierto al no reconocerse de inmediato. Durante los tres
últimos meses no se había mirado al espejo. Sorprendido de su delgadez, se tocó
las mejillas comprobando que también la cara se le había angulado y su tez
blanca había adquirido una matiz terroso como si lo hubieran tiznado. Experimentó una inusual e intensa confianza en si mismo, como si el cuerpo diera
testimonio del hombre recio y seguro en que se estaba convirtiendo.
Eran un cuarto para la una de la tarde cuando Zacarías llegó
a la casa de Tazio. Tocó el timbre y apenas abrirse la puerta recibió el beso
de una mujer morena. El repentino e inesperado saludo lo desestabilizó. Cuando los labios dejaron su mejilla, pudo verle la cara de plano. Zacarias tuvo de la certeza que era la mujer mas linda que habia visto en su vida. Decir que era morena no bastaba. Su piel
era como de tierra fértil después del agua; sus dientes blancos relucían como
pequeñas estrellas y sus cejas pobladas le daban una aire exótico. Lo que terminó de enamorarlo en breves segundos fue una palabra extraña pronunciada con una voz, a la vez dulce y gruesa:
“Niltze, usted debe ser Zacarías”.
Apenas entró escuchó a Tazio, sin dejar de mirar con fijeza
la cara de Zenobia, que le sonreía.
“No le hagas caso Zacarías, le gusta hablar en Náhuatl…”
(Continuará)
Domingo 1 de Noviembre de 2015, 21:30
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